El chapuzón de Guaidó

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Los mismos que interpretaron con rigurosidad semiológica los mensajes subliminales de Chávez con su diarrea para acercarse al pueblo, o a Bolívar cuando se lanzó un clavado en un río para impresionar a Páez, no soportan ahora que un chamo que nació y creció frente al mar se regale un refrescante chapuzón en una playa margariteña.

El otro presidente de Venezuela, según más de 50 países, les resulta extremadamente humano, muy alejado de los escritorios con las laptops, donde diseñan sus críticos mensajes.

Según los detractores, Guaidó debe prohibirse el placer de comer mango con concha, y menos aun, pollo con las manos, porque su serio destino consiste en una dedicación exclusiva a tiempo completo y horas extras,  a asuntos de los cuales ellos no se ocupan y requieren corbata.

Para este modesto fabulador, constituye un gran orgullo que la playa presidencial fuera una de las tantas de mi recordada patria insular, de las que suelo extrañar durante el invierno porteño.

Imagino lo hermosa que debe haber sido la estampa vivencial de un desfile de peñeros con Guaidó en la proa, posiblemente los que tantas veces embarcaron a la Virgencita del Valle, mientras bendecían al mar con sus quillas.

Me lo imaginé en el pasado, mientras compraba un par de paños de cocina y un frasco de Alcoholado Glacial para refrescarse en su arribo a Punta de Piedra, y recordar los tiempos de esplendor de la Zona Franca, cuando la  venta de los pañitos de un día alcanzaba para alimentar a una familia.

Los improvisados semiólogos parecen ignoran que los cientos de pescadores y seguidores fueron los que pidieron al chamo que se lanzara al agua, quizás para comprobar que no era un  ángel enviado del cielo, sino un carajito guarieño de carne y hueso que, de paso, se baña en la playa.

PasbVen/Franck Armas/ Foto: La Patilla

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